A nivel nacional, 3 de cada 4 escuelas públicas en El Salvador pertenecen al mundo rural y ahí se educan la mitad de nuestros niños y niñas[1]. Las escuelas rurales presentan características especiales que deben valorarse a la hora de diseñar políticas públicas.

Primero, las condiciones desafiantes de pobreza extrema de muchos de los hogares de procedencia de estos niños, niñas y adolescentes, hace de estos centros escolares su única ventana de oportunidad para vencer las múltiples limitantes de sus entornos. Las carencias materiales imponen no sólo barreras físicas de acceso, sino también una disminución considerable en la capacidad que tienen estos niños, niñas y adolescentes para proyectarse hacia el futuro y crear otras oportunidades distintas que les permitan un mejor desarrollo humano.

Segundo, su ubicación geográfica, casi siempre remota y de difícil acceso, las hace probablemente la única opción de educación formal (hasta el nivel educativo disponible) para los niños, niñas y adolescentes. Si la escuela llega hasta 6º, 9º grado o bachillerato, ese será el techo educativo que tendrán los habitantes de esa zona.

Tercero, las escuelas rurales son pequeñas en cuanto al número de estudiantes (muchas veces inferior a 50 estudiantes) y de docentes (entre 1 y 5 docentes en cada escuela). Esta realidad trae como consecuencia que más de la mitad de estos centros escolares funcionen con aulas multigrado, en las que el mismo docente trabaja con niños y niñas de diferentes grados y edades de forma simultánea.  La pedagogía del aula multigrado ha sido históricamente relegada y como consecuencia de este olvido, estos maestros y maestras deben enfrentarse a un desafío pedagógico aún más complejo

Cuarto, los y las docentes de las escuelas rurales poseen, por lo general, niveles de formación inicial que no superan los tres años. A nivel nacional, uno de cada cinco docentes posee el grado de licenciatura en educación (MINED, 2017) y la mayor parte de ellos y ellas trabajan en el área urbana. Por encima de otras variables como la infraestructura, la tecnología, el número de estudiantes por aula, un buen docente es el factor que hace la mayor diferencia positiva en los aprendizajes (IDHES, 2013).

En resumen, respondiendo a la pregunta inicial, una escuela rural en nuestro país es el espacio de aprendizaje donde se educa la mitad de la niñez y adolescencia salvadoreña con grandes desafíos, pocos recursos y docentes que demandan urgentemente fortalecer su formación. Dotar a estos centros escolares con los y las mejores docentes del sistema, debidamente incentivados, constituye la estrategia de mayor impacto en la calidad de los aprendizajes para un mejor país.

 

[1] De las 5,147 escuelas registradas en el país, el 75% se encuentran en la zona rural y sólo un 25% en la zona urbana. Adicionalmente, según los datos de matrícula proporcionados por el MINED, para educación básica (1º a 9º Grado), el 51% de los estudiantes pertenecen a la zona urbana y el 49% a la rural (MINED, 2017),