Según datos del último estudio que publicamos en la Fundación para la Educación Superior (FES), hay 2.7 millones de migrantes salvadoreños. Es decir, el equivalente al 35 % de los salvadoreños decidió construir una vida lejos de su país natal y con la esperanza de un mejor futuro.
Cuestiono profundamente la idea de que irse sea para todos una decisión libre, es decir, una que tomaron entre varias alternativas eligiendo la que consideraron mejor. Ciertamente se puede migrar con el privilegio de una opción real, como estudiar o lograr el trabajo deseado. Sin embargo, la historia de los migrantes salvadoreños suele ser menos feliz, pues más de la mitad emigra de manera ilegal: van en busca de un trabajo que no encuentran en nuestro país, urgidos de enviar remesas a sus familias para que sobrevivan o huyendo de la inseguridad ciudadana. Entre estos migrantes hay, sin duda, historias de resiliencia que terminan en éxitos, pero también hay demasiadas historias sobre vidas sacrificadas y precariedad, todo a cambio de enviar un respiro mensual a su familia o de salvar la vida.
Desde otra perspectiva, la constante huida de compatriotas en condiciones de vulnerabilidad social ha funcionado como una válvula de escape a la presión social que genera la pobreza y como una fuente de ingresos para el consumismo en una economía con muy baja productividad. Sin lugar a dudas, la migración ha sido útil a la política y a la economía del país. Millones de dólares equivalentes en promedio al 15 % del PIB han entrado al país desde hace décadas compensando crisis como la guerra civil y las depresiones económicas. Pero estos influjos de remesas han tenido un alto costo que no siempre queremos contabilizar.
El primer costo tiene que ver con la pérdida de capital humano medido en años de educación promedio. El Salvador se encuentra estancado en un crecimiento exiguo desde hace más de 20 años y sus indicadores sociales se deterioran rápidamente desde hace una década. Es evidente la necesidad de transformar la matriz productiva del país para generar recursos que permitan satisfacer las demandas sociales y hacer frente a las presiones de la economía global. Lograrlo requiere una visión de país, liderazgo político, conciencia y solidaridad ciudadana para aumentar la recaudación fiscal y reducir la evasión. Pero aun teniendo todo eso a favor, al país le haría falta el capital humano preparado para llevar adelante la transformación necesaria.
Tenemos una educación promedio de apenas siete años y la calidad del aprendizaje de esos años es dudosa. Por ejemplo, alrededor del 30 % de nuestros niños y niñas que llega al tercer grado aún no saben leer y escribir correctamente, y los mediocres resultados de la PAES nos recuerdan que “no pasamos” ni en Lenguaje ni en Matemática después de 15 años de escolaridad. Sin embargo, los migrantes, esos que se van en plena juventud tienen en promedio 9 años de estudios, 2 años más que el promedio nacional. Estos migrantes, que podrían haber potenciado el desarrollo del país desde adentro si hubiesen tenido la oportunidad, terminan en el extranjero donde más del 50 % realizará ocupaciones elementales y tareas menores. Es importante resaltar que la mayoría de los que migra en la ilegalidad y desde la pobreza, lo hace antes de terminar sus estudios en parte porque la educación es una promesa rota para muchos salvadoreños.
El segundo costo es la crisis de abandono en que quedan los hijos e hijas de los migrantes. Hay miles de niños y niñas que vieron, ven y verán marcada su niñez por la pérdida de uno o ambos de sus padres debido a la migración. Estudiamos a ese grupo de “los que se quedan” esperando el regreso o el reencuentro y encontramos una profunda soledad y falta de comprensión ante la tragedia de la separación que sufrieron. No importa si sus padres se fueron debido a la necesidad económica de sus familias o con el ferviente deseo de darles un mejor futuro, en el corazón solo queda el vacío y en la cotidianidad, la falta de acompañamiento y apego. Estos niños, niñas y adolescentes, cuyos padres migraron, tienen en promedio dos años menos de escolaridad que sus pares. Además, suelen quedarse en entornos vulnerables y asediados por riesgos sociales sin que haya mecanismos desde la política pública para apoyarles, ni dentro ni fuera de la escuela. Las escuelas sufren las consecuencias de manera cotidiana en forma de deserción, inasistencia y problemas emocionales de su alumnado.
El tercer costo aún no lo palpamos en su máxima expresión y es la carga social, económica y emocional de las deportaciones. Las nuevas políticas migratorias han aumentado considerablemente el número de retornados al país y es urgente asumir su inserción de manera ordenada. Un 15 % de los que regresa tiene menos de 19 años y debería integrarse al sistema educativo, para lo que se requiere establecer mecanismos ágiles de convalidación o certificaciones de nivel o competencias. Alrededor del 80 % tienen entre 20 y 50 años, es decir, son productivos e intentarán insertarse a los mercados laborales; si no lo logran, quedarán subempleados y desprotegidos y algunos intentarán irse de nuevo a pesar de los riesgos. Los que regresan con más de 50 años pronto requerirán servicios de salud y pensiones que el país no es capaz de proveer. El país no puede ignorar este fenómeno y las políticas públicas de diversos sectores deben prepararse para acoger a aquellos que ya el país una vez dejó ir. Algunos vuelven a pesar de haber huido por amenazas de muerte y otros dejan atrás una familia que formaron en el extranjero, poco sabemos que pasa con ellos.
Los datos son inciertos, pero se calcula que al menos 60 000 salvadoreños migran cada año, más de la mitad de estos ilegalmente. Es decir, diariamente una centena de salvadoreños se despiertan de madrugada en algún lugar, se ponen una mochila al hombro, abrazan a quienes se quedarán esperando y, con lágrimas en los ojos, se suben en un transporte con un desconocido que a cambio de 6 000 dólares, les asegura que los llevará a Estados Unidos. Hombres, mujeres y hasta niños migran así: “a la buena de Dios”.
Hace un par de años aparecieron las caravanas y hace unas semanas salía una desde la Plaza Salvador del Mundo…es una nueva opción para las familias que no quieren separarse o los que no lograron ahorrar el dinero del “coyote”; decenas de personas unidas por la esperanza de llegar a un “mejor lugar” caminando hacia a lo desconocido.
El país, indiferente, los deja ir con casi nada: un par de mudas de ropa, una botella de agua, dos años más de estudios promedio que los que quedamos.
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