En medio de una emergencia mundial y de un ambiente político polarizado más que nunca, es importante llamar a la sensatez y a la razón para analizar la gestión educativa. Para hacer un balance sobre este último año, vale la pena recordar las deudas del sistema educativo y luego separar las etapas antes y después de la covid-19. Es por ello que escribo esta columna sobre los logros del Gobierno en educación para elevar la voz por la niñez y la juventud de El Salvador, a quienes rara vez se les pregunta.
Creo que a la escuela se va para aprender, tal como planteó Jaques Delors, en La Educación encierra un tesoro: aprender a conocer, aprender a hacer, aprender a vivir juntos y aprender a ser. Esto supone que la escuela debe formar al menos en ciudadanía, convivencia, empatía, capacidad de comunicar, pensamiento abstracto y pensamiento crítico. En la escuela salvadoreña, sin embargo, hace mucho que no se aprende
Los datos nos dicen que los aprendizajes más básicos no se logran para la mayoría de los niños y jóvenes en nuestro país. De hecho, el 53 % de los niños a los 10 años no sabe leer ni comprender un texto simple, el 20 % de los estudiantes más pobres no lee a la altura del tercer grado y el desempeño en Matemáticas y Lenguaje puntea debajo de 6/10 para los alumnos de bachillerato.
Las razones de este rezago son múltiples y, tal como lo he resaltado en otras ocasiones, existen problemas estructurales fundamentales como la calidad docente, la idoneidad de los ambientes de aprendizaje y la violencia social, que vuelven esquiva la posibilidad real de aprender en las escuelas salvadoreñas.
A estos problemas se suma el hecho de que el Ministerio de Educación tiene una estructura poco eficiente cuyas directrices difícilmente llegan a la escuela, que es donde se da realmente el proceso educativo, y esto le impide gestionar la calidad de los aprendizajes. Adicionalmente, hace años que la planificación del quehacer en el sector se ha dejado a los caprichos políticos y, aunque han existido planes educativos, estos suelen sacrificarse en nombre de “proyectos y políticas emblemáticas” que, al no estar organizadas alrededor de objetivos claros, solo significan enormes costos económicos con poco impacto en el aprendizaje.
En el primer año de gestión, entre junio 2019 y marzo 2020, cuando llegó la pandemia, se vieron señales positivas en el sector educativo. La ministra de Educación asumió el reto de planificar desde el inicio de su gestión y eso dio lugar al Plan Estratégico Institucional (PEI 2019-2014). El PEI plantea, entre sus objetivos, el logro de la calidad de los aprendizajes de los niños. Esto implica, según este plan, establecer estándares de aprendizajes para los diferentes niveles, y estándares de formación y desempeño para los docentes. De llegar a implementarse, esto podría significar un giro de 180 grados para la educación del país. Requerirá, sin embargo, capacidad técnica para hacerse correctamente y capacidad política para navegar las oposiciones de los grupos interesados en mantener el statu quo.
Por otro lado, se inició un proyecto de mejora de escuelas y se incluyó la transformación de los ambientes de aprendizaje como uno de los objetivos del PEI. Ciertamente esto es una buena señal, pero lo implementado alcanzó apenas al 2 % de las escuelas. Es decir, solo una mínima parte de lo que se requiere para transformar la situación de la infraestructura escolar. Según estimaciones, el país necesita 600 millones de dólares solo para garantizar mínimos de infraestructura, como baños y techos en las 5000 escuelas, y 10 veces esa inversión para realizar una mejora integral.
Bajo la sombrilla de la política intersectorial Crecer Juntos, el gobierno priorizó la inversión en la primera infancia, un grupo etario invisibilizado y cuyo desarrollo temprano puede tener repercusiones enormes en los aprendizajes futuros de los niños. Además, se diseñaron proyectos de gran escala para garantizar la educación de calidad a la niñez entre los 0-6 años en El Salvador. De implementarse, se transformaría el currículo, la docencia, los espacios físicos y los modelos de educación rural. Están las intenciones y los diseños técnicos de estas operaciones, pero faltan los acuerdos para las inversiones que los conviertan en realidad.
Por otro lado, el ministerio ha asumido su rol coordinador de las iniciativas educativas del sector privado para organizar y garantizar calidad en las intervenciones en el territorio. Esto contribuye al orden, evita la saturación de iniciativas en las escuelas y favorece la distribución más equitativa de los recursos disponibles.
Finalmente, la ministra de Educación, que tiene una trayectoria profesional en el área de la protección de la niñez, ha fortalecido la institucionalidad para facilitar la protección de niños y niñas frente a abusos en las escuelas y comunidades. Además, ha puesto mucho interés en buscar opciones reales educativas para los niños y jóvenes privados de libertad.
El balance es optimista en términos de planificación y prioridades declaradas. Sin embargo, preocupa que puedan hacer falta dos cosas fundamentales para lograr lo propuesto: los recursos y el empoderamiento. Sobre los recursos hablaré más adelante, por ahora me centraré en el empoderamiento. Una característica del primer año de este Gobierno ha sido la injerencia desde la presidencia hacia los ministerios. En más de una ocasión un ministro ha sido regañado vía Twitter o se le ha ordenado tomar una u otra decisión, pasando por encima de la autonomía de su cargo y enviando muy malas señales con respecto al liderazgo real de tal o cual funcionario.
Transformar el sector educativo requiere de titulares independientes y autónomos, con capacidad de proponer, decidir y jugársela por el sector que lideran. El sector educativo es extremadamente complejo, hay muchos intereses de por medio y una cantidad tremenda de recursos para administrar (humanos y financieros). Confío en que los titulares actuales, quienes son personas con buenas intenciones y capacidades, estén empoderados por sobre cualquier cosa, abanderando los aprendizajes de la niñez y la juventud salvadoreña.
Ahora bien, desde el cierre de las escuelas, en marzo, al 1 de junio, la pandemia ha cambiado el mundo de tal manera que parece que lo realmente importante en política educativa se juega de ahora en adelante. Hace nueve semanas, las escuelas de El Salvador se cerraron por la amenaza de covid-19 y las estimaciones apuntan que las pérdidas en aprendizajes equivaldrán a un año escolar.
El cierre de las escuelas puso en jaque a los sistemas educativos más avanzados del mundo y el nuestro no fue la excepción. El Ministerio de Educación reaccionó con rapidez buscando soluciones y eligió iniciar la educación remota por medio del internet. Sin embargo, la realidad socioeconómica golpeó esta estrategia: 56 % de nuestros hogares no tienen acceso a internet y solo tienen televisión o radio, e incluso hay un 6 % que no tiene ninguna de estas. Ante esto, se inició la reproducción de guías de trabajo y apenas hace unos días se lanzó la estrategia televisiva Aprendo en casa.
En paralelo, se ha iniciado una formación masiva de docentes en el uso de tecnología para que puedan mantener contacto con los alumnos y las familias. Todo lo realizado es perfectible. Para las familias más vulnerables, sin embargo, esto no ha funcionado, pues sus condiciones de vida son demasiado desafiantes; lo cierto es que el Mined ha mostrado gran resiliencia ante la adversidad y la incertidumbre.
Pero esto no es suficiente. La pandemia ha vuelto más evidentes las deficiencias del sistema educativo, las deudas históricas ahora nos pasan factura y habrá que asumir que la gestión de la etapa de cierre de escuelas, de la que se ha salido bastante bien librado, no es ni la mitad de la batalla. Pronto habrá que regresar a las aulas y en medio de la crisis sanitaria se volverá crítica la carencia de infraestructura que causa hacinamiento, a lo que habrá que sumar la falta de agua y de saneamiento que dificulta que se cumpla con los mínimos de cuidado de la salud.
Ahora es muy fácil perder el rumbo, caer en respuestas populares o populistas, obedecer órdenes o abandonar las banderas difíciles de defender, como la de la calidad de los aprendizajes. Ahora, más que nunca, la planificación es fundamental, tener claras las prioridades, establecer fases de respuesta y luchar por que los políticos comprendan que la educación es tan importante como la economía y la salud. Hoy es posible aprovechar este revés inesperado para transformar de una vez por todas la educación salvadoreña, por los niños y los jóvenes, cuyos destinos hemos descuidado por décadas.
La pandemia ha dejado claro el déficit tecnológico en el sistema, pero hay que tener cuidado de no dejarse distraer por esto, la tecnología es un instrumento para el logro del objetivo superior: el aprendizaje. Espero que el MINED mantenga el compromiso planteado con la calidad de los aprendizajes, al mismo tiempo que logre las adecuaciones necesarias a su planificación para adaptarse a la nueva realidad. El mundo ha cambiado, pero los desafíos que teníamos siguen ahí.
Los niños siguen sin aprender, no aprendían en las aulas y no aprenden vía internet o vía televisión. Para que aprendan se requiere de profesores bien formados, no solo alfabetizados en tecnología, sino conocedores de lo que enseñan y de las maneras adecuadas de enseñar en función del medio de transmisión que se utilice. Para aprender se requiere de espacios dignos y ahora es evidente que se requiere al menos de agua potable y espacios mínimos en el aula. El currículo está atiborrado de contenidos con poco o nada de ciudadanía y empatía y eso queda clarísimo en la forma en que nos comportamos en medio de esta emergencia sanitaria. No perdamos el rumbo cuando más lo necesitamos; ni las computadoras ni las app solucionarán por sí solas el problema a largo plazo.
La primera infancia, antes y después de la covid-19, seguirá siendo una etapa crítica para el desarrollo de la persona, por lo que sería un terrible error rezagar esa inversión para pagar deudas o gastos. De hacerlo, que no nos sorprenda que, en 15 años, esos salvadoreños que dejamos sin leer y escribir hoy por falta de calidad educativa no sean lo suficientemente productivos para sacar adelante el país. Lamentablemente, ya han comenzado las reducciones presupuestarias al sector educativo y esto es mal augurio para el futuro. Con una deuda que alcanza el 90 % del PIB es difícil que se tenga la visión de la necesidad de invertir en educación para el futuro.
Se requerirá valentía para defender el futuro de los niños, en medio del caos, la polarización y la falta de confianza política. El verdadero balance de esta gestión tendrá lugar pospandemia. Espero que las autoridades del Mined obtengan, de aquí en adelante, un sobresaliente en su capacidad de imaginar y planificar el país que necesitamos a través de la educación y que la sociedad les apoye con acuerdos en beneficio de nuestros niños y jóvenes. No se lo pido a Dios, porque creo que es algo que debemos hacer los salvadoreños.
Comentarios recientes